Los hijos de Pobreza
Le dicen Pobreza y si van a Juanchaco la encuentran en un local comercial situado en la calle principal, en una casa de fachada de madera pintada de azul, con ventanas batientes que se abren hacia adentro para ofrecer a turistas y nativos dulces de coco y minutos para llamar por celular.
Sentada frente a las cocadas que ella misma elabora con recetas ancestrales salpicadas de secretos que no se pueden desvelar, se le ve pasar los días empapados por la rutina de una venta con cuyas ganancias aporta a la supervivencia de la familia.
Adentro se alcanza a ver una parte de su vivienda; un televisor de cañón dispara sus brillos mientras un equipo de sonido de formas redondas descansa su algarabía. Una mesa de madera rústica, manteles con frutas coloridas estampadas y algunas flores artificiales completan el vestido impecable del sencillo salón principal.
Su conversación no es muy fluida, desde sus ojos grises se alcanzan a divisar los destellos de una desconfianza sutil, presentes en la mirada de todos los nativos hacia los turistas que, en enjambres y por temporadas, llegan hasta la bahía para arrebatar con sus cámaras y sus preguntas los retratos y los saberes de una cultura que, las más de las veces, servirán para decorar habitaciones de la urbe y condimentar conversaciones lejanas.
¿Qué va a comprar mi amigo?, pregunta como sentenciando que sin compra no habrá charla. Tras la transacción que empata unos billetes gastados con unos dulces donde el coco y la panela se fusionan en una cocción prolongada, sus palabras se hacen más sueltas y la memoria, que antes aseguraba perdida en el laberinto de sus 80 años, comienza a desperezarse acompañada de sonrisas muy blancas.
Nació en Sibirú, un corregimiento de Pizarro en el Chocó y fue la “ultimita” de quince hermanos, todos muertos ya e hijos de un mismo padre. Fue viendo a su madre atender los partos de la mayoría de mujeres en su pueblo como supo que ese “misterio de Dios” estaba destinado para su vida y aprendió a “partear”.
Como se adquieren los saberes que podemos calificar de verdaderos, Pobreza aprendió a palpar las barrigas negras de sus vecinas para saber la posición exacta en que esa nueva vida estaba dispuesta para llegar a un mundo alejado de hospitales y escuelas. Aprendió también que las dimensiones de esas panzas determinaban si a la comunidad llegaría un varoncito o una hembra para nutrir las poblaciones chocoanas con un nuevo negro o afrodescendiente, como los llamamos ahora, que soportaría sobre su espalda el peso de la marginación estatal.
“Lo más difícil ocurre cuando a la embarazada se le queda la compañera adentro, cuando no saben expulsarla. Si le queda la compañera adentro se puede morir”. La compañera es el órgano gelatinoso, adherido al útero, que se desarrolla durante la gestación y permite el intercambio de nutrientes y oxígeno entre la madre y el hijo. Mejor dicho, la placenta.
“Cuando viene el niño una tiene que saber contener el ano de la mujer, que no se vaya a arraigar mucho, a unirse. Y esperar que venga el niño. Si tiene dificultad para nacer hay que saber abrirle campo a la paridora para que el niño salga. Hay veces que el niño viene con dificultad para respirar, sale haciendo hic, hic y torciendo los ojos. Eso se llama «mal aire» y una debe enseñarlo a respirar, rapidito, antes de que se muera”.
El pudor que eriza la piel de los nerviosos citadinos, nacidos entre anestesias y aparatos, es aplastado con la firmeza de sus palabras, “si usted va con miedo se pierde. Con miedo nada se aprende. Hay que hacerlo con el corazón, ese es el que nos da las fuerzas”.
AHORA SON PATRIMONIO
Los esfuerzos de la Asociación de Parteras Unidas del Pacífico (Asoparupa) han rendido frutos. Después de tres años en los que completaron el plan, con un nombre casi tan largo como su historia: Plan de Salvaguardia Especial de los Saberes Asociados a la Partería Afro del Pacífico (PES) y que es un requisito para ingresar al listado del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural de Colombia, la partería fue reconocida como patrimonio inmaterial del país.
Este hecho, que fue dado a conocer el pasado 7 de octubre, supone que ahora las parteras comparten las cualidades de manifestaciones culturales como la Música de la Marimba y los Cantos Ancestrales del Pacífico Sur, los cantos Vallenatos del caribe colombiano, el Carnaval de Negros y Blancos de la ciudad de Pasto, el Carnaval de Barranquilla y otras 15 expresiones que enriquecen el panorama cultural de Colombia.
Las parteras ingresan al listado como la manifestación cultural número 20 y su incursión se debe, según Alberto Escovar Wilson-White, director de Patrimonio del Mincultura a que “es una manifestación viva y vigente que genera alternativas de sostenibilidad social y financiera y su PES es una herramienta eficaz de gestión social, económica y política de la manifestación”.
Es decir, que el mantenimiento de esta actividad practicada, de acuerdo con el último censo de Asoparupa, por 1600 personas en el pacífico colombiano es de vital importancia para que la riqueza cultural colombiana siga expandiéndose en ese abanico multicolor que hace del país un mejor lugar, ya que esta actividad además de representar un saber ancestral puede fortalecer las dinámicas sociales y económicas de las comunidades donde se practica.
Hacer parte de este listado representa para las parteras una oportunidad dorada para sacar adelante programas en los que ellas sean tenidas en cuenta como parte indispensable en la labor social que desempeñan y encuentren vías para que el Estado impulse campañas para eliminar un desprestigio que muchas veces se traduce en discriminación y marginalidad.
En palabras de Liceth Quiñonez Sánchez, directora administrativa de Asoparupa y quien lideró el Programa Especial de Salvaguarda, el oficio de la partería ha sido discriminado en el mundo entero y se vincula a una problemática importante de género que con la declaratoria de patrimonio inmaterial puede empezar a retroceder en Colombia.
“Una de las grandes persecuciones que hemos tenido las parteras a través de la historia es haber sido tildadas como brujas y hechiceras por nuestros conocimientos en el manejo de las plantas medicinales y toda la relación que tienen con el cuerpo y la tierra”, nos dice Liceth desde su fundación que opera en Buenaventura.
Liceth es partera hace 14 años y aprendió el oficio de su madre quien fundara Asoparupa y se interesara por agrupar a las parteras para comenzar a consolidar un estatus que, a pesar de su importancia social y humana, hasta ahora empieza a ser reconocida.
Ella sostiene que el sistema médico occidental ha desconocido el fuerte vínculo que tiene una mujer embarazada con todos los elementos de la naturaleza, vínculo que supera por mucho cualquier rito esotérico o práctica de hechicería.
“El hecho de que la partera tenga conocimientos en el cuidado de la menstruación, en cómo el cuerpo de la mujer en su etapa de embarazo se conecta con los ciclos de la luna y cómo los elementos del embarazo como la placenta y la ombligada deben conectarse con la tierra han hecho que nos persigan como hechiceras, no sólo por algunos médicos tradicionales sino también por la iglesia, generando desconocimiento hacia nuestra labor social y sanitaria dentro de las comunidades”, asegura Liceth basándose en su conocimiento de primera mano al haber nacido y crecido entre las parteras del Pacífico.
Agrega que esta persecución histórica se debe a un problema de ego profesional por el que algunos médicos tradicionales han minimizado el oficio de la partería, calificándolo de sucio e irresponsable porque no se asimila o no responde a las dinámicas con que su sistema occidental ha sido creado.
UN NACIMIENTO VERTICAL
Las que han sido madres en nuestros hospitales atestados de urgencias, camillas, quirófanos, escalpelos y espátulas, pueden dar fe de las dificultades que conlleva el parir horizontalmente. Y quienes hemos sido padres en los mismos escenarios podemos corroborarlo cuando observamos el estado en que quedan las madres de nuestros hijos después de la labor de parto: extremidades inflamadas, la fatiga de mil maratones en sus rostros hinchados por la fuerza incontenible de inhalaciones y exhalaciones cronometradas en procura de una expulsión que viene a instalarse como un número más para engrosar el listado de los partos del día.
De allí que el parto haya sido utilizado en nuestro lenguaje para describir las actividades más agotadoras y tortuosas dentro de nuestra sociedad. Subirse a nuestros sistemas masivos de transporte es «todo un parto», entrar a un banco para hacer la fila donde pagaremos nuestros impuestos y servicios públicos es «más que un parto» y ni qué decir de la espera para que nuestro sistema médico nos provea de los servicios básicos a los que tenemos derecho como ciudadanos, eso podría compararse al dolor de diez partos seguidos en una camilla, sin anestesia.
La degradación de uno de los actos más trascendentales para un ser humano, en especial para las mujeres, se debe simplemente al desconocimiento que ciertos médicos de occidente tienen de la más poderosa de las fuerzas físicas en este planeta: la gravedad.
Al respecto Liceth nos cuenta que, “a partir del siglo 18 nos quitaron el derecho a las mujeres de parir verticalmente. Le quitaron a la mujer el derecho de expresarse fisiológicamente, como pudiera su cuerpo para pujar un bebé. Como las parteras eran las que utilizaban el parto vertical, llegó el sistema, por un tema capitalista, patriarcal y machista y empezó a atacar a la mujer y a quitarle sus derechos”.
Entonces caemos en cuenta de que las principales actividades humanas han sido reducidas al carácter de negocio. Por supuesto, entre más difícil y complicado sea parir, más médicos especializados en esta disciplina necesitaremos. Que no se nos ocurra pensar que traer la vida al mundo es una actividad tan natural como respirar, sino ¿con qué dinero solventaría nuestro capitalismo su dinámica de mercado? El rubro de los partos, en un mundo cada vez más sobrepoblado, debe seguir saciando su voraz apetencia.
Según Liceth, parir verticalmente trae beneficios que van desde un apego más cariñoso entre madre e hijo. Al ser un proceso más fácil de realizar no se generan los traumas generados por el parto horizontal, se impide esa huella de mal recuerdo en la mente de la madre.
Ella lo califica como un proceso de empoderamiento, palabra cada vez más utilizada en el argot de quienes velan por el respeto de los derechos humanos y que según el diccionario virtual significa: adquisición de poder e independencia por parte de un grupo social desfavorecido para mejorar su situación.
“Cuando se pare verticalmente el niño tiene la posibilidad de descender a los ritmos de su respiración y con la valiosa ayuda de la gravedad. El hecho de que una mujer para en cuclillas (en posición vertical y con las piernas flexionadas) hace que ella esté pendiente de la dilatación de su vagina y de la aparición gradual del niño, eso genera ese empoderamiento que fortalece el primer apego y un vínculo mucho más saludable entre los dos”, afirma Liceth.
Y si al acto de parir, ya sin la dificultad generada por la camilla, se le añade la presencia de la familia extendida; padres, hermanos, vecinos, mascotas, río, sol y luna, la iluminación tenue de unas velas, el canto de la partera que recibe al que nace con la dulzura poética de su raza, ya quisiera yo ser una mujer negra de nuestro Pacífico para parir en cuclillas una copiosa descendencia.
Para ellas el oficio de traer vidas al mundo, de hacerse responsables de que cada niño que nace en las regiones donde adolecer de la inexistencia de un puesto de salud es la norma, lo haga con más probabilidad de sobrevivir, de que cada madre, primeriza o no, cuente con una adecuada atención basada en el conocimiento de las propiedades de las hierbas medicinales y no en una cirugía o un procedimiento numerado en la cama de un hospital, deber ser mejor valorado y preservado a toda costa.
Porque alrededor del oficio más altruista que pueda imaginarse se desarrollan otras actividades que denotan la complejidad del ser humano, una complejidad que las parteras desenvuelven capa por capa para que el nuevo ser que llega se erija como un individuo mejor dotado para la trascendencia de eso que llamamos existir.
Nos lo cuenta Pobreza al recordar que los partos que ella atendió estaban inmersos en una atmósfera mística, matizada con cantos de bienvenida que ayudaban tanto a paliar los dolores de la paridora como a armonizar el nuevo espacio que el recién nacido vendría a ocupar en este mundo.
“Una le cantaba despacito y suave a los niños, llega mi niño llega, que la luna cae y el sol te espera, y otras canciones que improvisaba según fuera la hora del nacimiento y la mujer que atendiera”, cuenta mientras mece su mano longeva en un movimiento suave que acaricia al viento de la remembranza.
También recuerda que para el ser negro no hay algo más importante que sus raíces. Y le creemos cuando vemos en el entorno decenas de hombres y mujeres apropiados de su hábitat, dueños de una altivez que se conjuga alegremente con una humildad sin servilismo y una sencillez carente de simplicidad.
“Después del niño nacido, de que su madre estuviera tranquila y disfrutando esos primeros momentos, venía el entierro del cordón umbilical. Eso es tradición para asegurar que el niño sepa de dónde es, a qué parte del mundo pertenece, a dónde debe regresar si alguna vez se siente perdido”.
Acto cuyos efectos prácticos son muy difíciles de verificar y cuantificar pero que, relatado por la matrona octogenaria, explica con poesía la importancia del rito, esa actividad humana tan devaluada hoy en día.
LAS PLANTAS Y LA BREGA POR UN MEJOR FINAL
Desde que ingresan al universo de la partería las mujeres del Pacífico colombiano emprenden un recorrido de conocimiento que al traducirse en términos occidentales nos lleva a calificarlas como ginecobstetras, homeópatas, psicólogas, trabajadoras sociales y terapeutas.
Si bien estos conocimientos son adquiridos de manera empírica y por la transmisión generacional, fundaciones como Asoparupa se han encargado de fortalecerlos y de alguna manera conjugarlos con las prácticas que hoy en día rigen en el sistema de prestación de servicios de salud.
Todos los sábados y durante los 28 años de existencia, esta asociación realiza jornadas en las que las parteras son capacitadas en temas como la prevención y atención de riesgos, promoción de salud y con charlas de profesionales que complementan el conocimiento ancestral.
En esas jornadas se realiza también el intercambio de plantas medicinales y la profundización en el conocimiento de sus propiedades. Entre nombres tan poco científicos pero tan poéticos como Nacedera, Diosa de la Virgen o Pringamosa, y otros tan comunes pero más utilizados en otros menesteres como el limón y el ajo, las parteras aprenden a lo largo de su vida a realizar infusiones, emplastos y diversas técnicas para el cuidado del cuerpo y la prevención de enfermedades.
Con sus conocimientos anatómicos, especialmente enfocados en el útero, las parteras con sus plantas pueden tratar, con éxito verificado por la ciencia, miomas, quistes y endometriosis además de otras complicaciones presentadas en la primera infancia como las parasitosis intestinales y gástricas.
Plantas que sirven, también y por supuesto, para el cuidado de una dieta alejada de nutrientes químicos y consecuencia de investigaciones ancestrales para que madre e hijo disfruten del proceso de lactancia que no está regidos por los parámetros que desde occidente se han impuesto sino por la cualidad inherente de los humanos como seres mamíferos.
¿Y cuánto cobra una partera por sus servicios?
“Una partera no cobra por su labor, este es un servicio social, solidario y comunitario. Lo que queremos que suceda a partir de la declaratoria como patrimonio inmaterial es que se generen medios para que las parteras sean reconocidas en las sociedades del Pacífico como lo que son, los cimientos fundamentales del desarrollo de la comunidad y a partir de allí poder generar mecanismos que mejoren sus condiciones de vida. Pero es importante que este reconocimiento se genere a través de dinámicas culturales y no comerciales, no queremos que ellas empiecen a cobrar sino que sean reconocidas y entonces las comunidades garanticen que el oficio se fortalezca y permanezca en el tiempo”, responde Liceth Quiñonez.
“Lo que me quisieran dar. Yo nunca cobré. A veces me daban 10 mil o 20 mil pesitos. Cuando eran amistades no me daban plata. Pero siempre les pedía un paquete de velas para prendérselas a la Virgen del Carmen, nuestra primera devota de Dios para partear y a todos los santos que nos cobijan”, responde Pobreza, dirigiendo su mirada hacia el vacío a modo de despedida.
Pero no nos despedimos de ella sin saber su verdadero nombre.
“María Sergia Murillo, así me llamo. Me dicen Pobreza porque uno nace, le ponen un apodo y así se queda. Nunca supe quién me lo puso, pero así fue”, nos responde pidiéndonos que no nos olvidemos de ella y que la saludemos cuando crucemos frente a su tienda.
Entonces nos vamos, con la lluvia que empieza a golpearnos con su obstinada insistencia. Los rostros de los niños se cruzan en nuestro camino. Pescadores regresan de su faena, con las redes terciadas en sus cuerpos. Adolescentes departen en grupos al final de la tarde y las mujeres todas se ocupan de terminar el día.
Con el fuerte aguacero cae la noche y en nuestra cabeza persisten las intrigantes paradojas. ¿Por qué una mujer que dedicó su vida a cortar los cordones que unen al tiempo con la nada sobrevive hoy vendiendo minutos para llamar por teléfono celular? ¿Por qué alguien que recibió en sus manos cientos de veces, o tal vez miles, el fenómeno del nacimiento humano es reconocida con el sobrenombre de Pobreza?
El llanto prolongado de un recién nacido se escapa de una ventana de madera y como un relámpago rompe la oscuridad de la noche. El trueno cercano de la tormenta estalla en la penumbra como única respuesta.
Texto: César Mariño García / Fotografías: Sylvia Zárate y César Mariño García
Crónica premiada por el Ministerio de Cultura de Colombia con el primer lugar en el concurso «Distintas maneras de narrar el patrimonio cultural del Pacífico colombiano» en 2016