12
Abr
2017
3

La avalancha de este invierno

La de este invierno, porque en Colombia todos los inviernos vienen con calamidades encima, sucedió en Mocoa, una pequeña ciudad del sur del país que comparte con la mayoría el riesgo inminente de la tragedia cuando llegan las lluvias.

El último reporte dice que se encontraron 320 muertos y hay todavía por lo menos 100 desaparecidos (cifra que no es exacta porque aún en esta era de comunicaciones hiperdesarrolladas las autoridades parecen no contar con los mecanismos para establecerla), lo que viene siendo cerca del 1% de una población de 43 mil habitantes.

El último censo comunicado por el presidente Santos señala que se han atendido 3.154 personas a las que se les otorgará un subsidio de arriendo mientras el gobierno construye una ciudadela en un lote que se supone no está al alcance de los deslaves que muy seguramente sucederán en el futuro.

Y está bien, otra vez fuimos testigos de la presteza del presidente y todos sus funcionarios para ponerse los cascos y los chalecos que les procuran a sus visitas esa imagen de atención inmediata, de tener un sistema de riesgo siempre listo para dar la mano a los colombianos golpeados por los desastres humanos, que poco tienen de naturales. Y con sus visitas de urgencia vuelve la manida pregunta, el titular trillado: ¿se pudo evitar esta tragedia?

Diríamos que sí, lo gritaríamos, como lo han gritado expertos que aseguran que las de Colombia son tragedias siempre ligadas al desinterés estatal, a la reglamentación de planes de ordenamientos territoriales carentes de una planeación sustentada en el bienestar humano. Y, por supuesto, a la prolongación perenne e inducida del estado de ignorancia de la sociedad en su conjunto:

  • Eso son cosas de mi Dios. ÉL está enfadado porque Mocoa se ha convertido en una ciudad de pecado y por eso nos castigó.

Dice una Mocoana mientras nos relata la historia de dos jóvenes que se salvaron de la muerte al retirarse de una fiesta celebrada en una de las casas desaparecidas por la avalancha.

  • Gracias a Dios pude correr hacia una casa que tiene tres pisos y resistió a la avalancha. Allí subimos como cien personas y desde allí escuchábamos los gritos de las personas pidiendo auxilio, el ruido de las rocas que bajaban y el último quejido de quienes eran tragados por la tierra. La mayoría eran niños.

Dice entre lágrimas otra mujer a la que su dios dejó con vida para que presenciara y luego narrara cómo, en su divina omnipotencia, su dios es capaz de cegar en menos de una hora la vida de 118 menores de edad.

Quisiéramos que ese mismo dios o todos los dioses, que confluyen en las crecientes iglesias de la ciudad, tuvieran a bien desencadenar una lluvia de folletos en los que se les explique a los ciudadanos los principios básicos de la biología terrestre. Unos pequeños libritos con gráficas que muestren cómo funcionan los ciclos de los elementos de la naturaleza, como el del agua que al caer en la tierra necesita vegetación que la absorba para que no se disperse en el suelo convirtiéndolo en el caudal fangoso de los ríos que se desbordan. Algo sencillo y elemental, como suelen ser los misterios de la naturaleza.

Y si no, si sus dioses no tienen injerencia en las artes litográficas, les suplicaríamos que ahora que el papa pretende desplegar sus alas hacia Mocoa traiga bajo su brazo una nueva edición de los mandamientos religiosos y que esté encabezada por la orden imperiosa de NO DEFORESTARÁS, so pena de pasar la siguiente vida bajo el fango del olvido.

Y si no, si sus dioses tampoco inciden en las decisiones y en la agenda papal, nos hincaríamos de rodillas para que alguna vez los ciudadanos aprendamos a elegir dirigentes en cuyos propósitos no se destaque la explotación indiscriminada de los recursos naturales, que entiendan, por ejemplo, que este planeta y sus habitantes necesitan más árboles que vacas para fluir en el ciclo de la existencia. Que sus ministros de medio ambiente entiendan por lo menos en lo que consiste la fotosíntesis, por favor.

Pero esto es ya mucho pedir, de seguro, quizás, esos dioses no existan o les quede grande esta tarea.

Por otro lado, es loable la solidaridad que esta tragedia despertó en los colombianos. Reporta el presidente que, hasta el 12 de abril (12 días después de la tragedia) se recibieron 1.294 toneladas de ayuda humanitaria y que las cuentas bancarias destinadas para la ayuda monetaria superaron los 6 mil millones de pesos colombianos, es decir casi 2 millones de dólares. Los que entienden de cifras sabrán explicarnos para qué servirá esta suma de dinero.

En Mocoa los damnificados aseguran que solamente Dios sabrá si esos recursos, sumados a los más de 9 millones de dólares donados por otros países, serán administrados de manera honesta y eficiente. Al parecer tampoco entienden mucho el concepto de veeduría ciudadana y se resignan a ser hoy los protagonistas de estos eventos espectaculares y vistosos que cada invierno ocupan a los medios de comunicación en la búsqueda de historias de hondos dolores y de débiles esperanzas.

En medio del registro fotográfico de las huellas de la avalancha, inmersos en el olor de cadáveres que se descomponen, un colega me avisa: ¡ahí vienen los chulos! Levanto la mirada y una bandada de buitres planea en círculos sobre mi cabeza. En el horizonte una manada de reporteros se acerca hambrienta.

 

Texto y Fotos: César Mariño García / Caudal Images 2017

 

1 Response

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