5
Sep
2021
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Una biografía perdida

Fotografía: César Mariño / Animación: Caudal Images

Fue en 2176, año del bicentenario del nacimiento del desconocido escritor colombiano, cuando por fin se dio por terminada la construcción, en versión de realidad mejorada, de la Biblioteca de Babel, proyecto bosquejado por Jorge Luis Borges por allá en 1943 y de quien nuestro protagonista solía arrojar improperios por su, según él, manía irredenta de enredar con paráfrasis infinitas y delirios dialécticos, todos los ovillos del pensamiento humano y los intersticios gramaticales de la existencia.

Nunca supo nuestro escritor desconocido que precisamente gracias a este proyecto, en el que participaron desarrolladores informáticos, arquitectos virtuales y diseñadores de todo el mundo, fue posible que su nombre saliera momentáneamente del anonimato, por lo menos para este servidor que encontró un compendio de su trabajo en el hexágono 182A8-20, en el anaquel 13503, bajo un pálido holograma que indicaba, con caracteres de estilo barroco y que cambiaba de idioma según el ángulo de visión desde el que se le mirase: Escritos Bajo La Tiniebla del Olvido y más abajo, con el mismo tipo de letra su nombre pero con una leve inclinación, como el del tipo Cursiva utilizado antaño en los procesadores de texto de los dispositivos que se conocieron con el nombre de ordenadores personales o computadoras.  

Quiso el destino que esa tarde, día de la inauguración a la que fuimos invitados todos los escritores e investigadores vivos en el planeta y aún aquellos intelectuales habitantes de las colonias humanas en marte y en la luna terrestre, yo me separara del grupo de avatares con el que estaba y me dirigiera a los hexágonos de menor interés: aquellos donde se alojaron los trabajos de escritores latinoamericanos que vivieron en la época conocida como la Pandémica del Primer Cuarto del Siglo XXI.

Fue así que, recorriendo estos anaqueles, aquel holograma llamó mi atención, quizás por el afligido tono de su inscripción y mediante una orden de pensamiento abrí el compendio del escritor colombiano desconocido en referencia y cuya autobiografía firmada en 2020, en resumen, decía:

“Viví en los años aciagos de una guerra denominada cándidamente como de ‘baja intensidad’ o ‘conflicto armado’, términos eufemísticos que no se compadecen con el deslizar perenne de cadáveres sobre un caudal turbulento de lágrimas que ha sido la realidad colombiana desde los inicios de su historia. Ha sido este paisaje: un lienzo de fondo azul profundo, enmarcado por la exuberancia de todos los verdes posibles de montañas inmensas, salpicadas con el rojo espeso de la sangre humana, el que ha configurado mi modo de ver la existencia y por el que he digitado la mayor parte de mis letras.

De muy joven, recién terminados mis estudios de periodismo en Bogotá, emprendí un viaje haca la Sierra Nevada de Santa Marta, hábitat de unas comunidades indígenas milenarias que han sido diezmadas por los enfrentamientos entre hombres ataviados con uniformes camuflados, diferenciados apenas por brazaletes e insignias militares que definen los bandos ideológicos en contienda. Allí, en medio de largas caminatas en busca de un sentido claro de la existencia, en compañía de dos hermanos con inquietudes similares, un fotógrafo y un artista plástico, compusimos el libro Muralla que no fue otra cosa que un compendio de sensaciones e inspiraciones febriles que a la postre fue rechazado por las editoriales a las que fue enviado, sin mayor justificación que la consabida máxima: en este momento nuestra editorial no está interesada en su propuesta.

Esa experiencia fue, sin embargo, el germen para mi incursión en la reportería periodística. Un pequeño diario de una ciudad del norte colombiano llamada Valledupar me contrató para hacer parte de su sala de redacción. Durante dos años me sumergí en la elaboración de prosas informativas que daban cuenta del acontecer en esa región del país. Masacres, atentados terroristas, desplazamientos forzados y corrupciones políticas fueron los temas narrados con la ingenuidad del periodista novel que piensa que la pluma es un arma poderosa para trocar realidades cruentas en atisbos de justicia. La amenaza de un comandante militar, quien me ordenaba teñir mis escritos con tintas parcializadas, so pena de indeseadas consecuencias, me llevó a la renuncia.

Diez años duró mi exilio voluntario de los medios de comunicación. Diez años de felicidad y aprendizaje en los que incursioné en variados oficios. La fotografía, el vídeo y la carpintería fueron alternados con la crianza entorpecida de mis dos hijos, nacidos de vientres diferentes: Miguel Ángel, llamado así por un escultor italiano y León Samuel, por un cantante argentino.

De esa década preciosa quedaron dos libros que, por su puesto, tampoco vieron la luz de las imprentas: el primero, Lágrimas de Magdalena, una crónica literaria y fotográfica acerca de un largo viaje realizado en una pequeña embarcación sobre el principal caudal hidrográfico de Colombia, en cuyas riberas están asentadas comunidades golpeadas gravemente por la guerra. El segundo una especie de rapsodia degenerada compuesta a dos manos con un filósofo empírico y conversador desaforado a la que titulamos La Balada del Carpintero.

También quedó de esa época mi trashumancia entre las ciudades de Bogotá, Medellín y Buenos Aires, las dos últimas donde viven hoy mis dos hijos, a través de ya incontables viajes y diferentes medios de locomoción, siempre con una cámara fotográfica, una libreta, un lápiz y un bolígrafo en la mochila. 

En 2010 una coincidencia me llevó a soltar el martillo y las sierras, con que sobrevivía construyendo muebles y otras estructuras de madera, para regresar a las lides del periodismo. Desde entonces trabajo en una agencia internacional de noticias, recorriendo este país ajado en toda su extensión y retratando con todos los dispositivos disponibles su aberrante agonía.

Hoy, cuando el terror al contagio ha minimizado nuestro espacio vital, vivo la mayor parte de mis jornadas en una angosta oficina, enviando despachos lacónicos, descoloridos, casi de telegrama, como lo ordenan los manuales de estilo de este oficio. Un estilo que me ha llevado a sentirme como la viva encarnación de Winston Smith, el desafortunado protagonista de la novela 1984 con la que Orwell profetizó nuestros actuales días de desdicha.

En los espacios vacíos, entre despacho y despacho, suelo levantarme de la silla para ojear desde mi ventana el horizonte silueteado por una cordillera vecina. Sé que allende aún respiran los desiertos, los mares y las ciudades de otras geografías. Entonces me pregunto, con el escepticismo y el cansancio propios del escritor que todavía no lo ha sido, si podré alguna vez sentarme a escupir mis palabras verdaderas”.

Hasta allí la breve descripción en la que el escritor desconocido dejó de lado tres composiciones que aparecen en su compendio rotuladas con letras en tipo negrilla por ser las únicas que disfrutaron de una tenue luz de visibilidad o de un pálido reconocimiento. Fueron estas en su orden: un ensayo con sabor a crónicade mediano alientotitulado Vídeos de gente que baila, en el que propone a la vídeodanza como un género narrativo disruptivo para describir la realidad, el libro de crónicas Desplazando la tiniebla donde recoge los testimonios de familias desplazadas por grupos armados de su país y los grafica con retratos fotográficos y la crónica Los hijos de Pobreza que versa sobre la vida de una partera negra, habitante de la región más pobre de Colombia, a la que conocen en su pueblo con el remoquete que mejor describe a las comunidades afrodescendientes de su país.

Así conocimos parte de la vida del desconocido escritor que vivió hace ya dos centurias, en una época en que todavía los humanos tenían por costumbre esa asquerosa e insana práctica de juntar sus labios e intercambiar saliva para manifestar un sentimiento al que llamaban Amor y que fue la excusa de tantos escritos de los que hoy nos ocupamos los arqueólogos culturales. 

Me pregunto qué pensaría este escritor si supiera que aquellos escritos suyos, que no fueron publicados en su época, aparecen en esta biblioteca universal, llamada también Biblioteca de Babel y que está al alcance de cualquier humano con tan sólo digerir una píldora del tamaño de una semilla de naranja (como las que tenían las naranjas cuando venían con semillas) y que se puede adquirir en todos los mercados de la vía láctea, y sus alrededores, con un par de  monedas etéreas.    

César Mariño García