Contagio I

con ese desdén de dios macabro
entraste en mi cuerpo
para marcarlo con tu lengua acerada.
Sin apenas anunciarte
empujaste la puerta
para introducir tu mano pegajosa
en los intersticios de mis células.
Sin apenas afanarte
te zambulliste en mis carencias
para detectar un resquicio
y dejar abierta una grieta.
Con tu parsimonia acelerada
y tus llaves diminutas
fracturaste mis cerrojos
y burlaste mis barreras.
Heme aquí tendido
buscándote entre los pliegues
de mis delirios febriles
para rezarte
para maldecirte
para implorarte
y escupirte
para suplicarte
con lágrimas de piedra
que por favor
me dejes con vida.
Contagio II
Cualquier precaución, de máscaras higiénicas, de aislamientos voluntarios, obligatorios e inequívocos, resultará poca a la hora de correrle a este nuevo dios que ha trocado la corona de espinas por una nueva aureola de bastoncitos malévolos que rompen membranas para lograr su colonización macabra. Parásito asfixiante, demiurgo indiferente, no obedece a intereses y sin embargo nos arrodilla con su látigo invisible, de dolor y de asfixia.
Cuando cierro los ojos, en procura de una partícula de oxígeno, que equilibre mi hondo pesar, se deslizan sobre las membranas de mi vista, las oscuras carcajadas, mutantes y mudas, de esta maldita voluta que no alcanza la categoría de ser y sin embargo asesina. Pasa mi existencia a la mustia estadística, por ahora sólo uno más en el mar del contagio, ojalá no otro más en la fosa profunda de la nada. Que ningún dios, ni este puto virus, así lo quieran.
